La chica danesa
Por Eduardo Nabal
La animadversión de buena parte de la crítica al uso hacia
un filme tan conseguido como La chica danesa subraya que, aún hoy, nos está contando algo novedoso importante o
reivindicativo. Incluso los críticos jóvenes le han dado la espalda a pesar de
los premios. Basada en la historia de Lili Elber y en la novela que escribió
David Ebershoff (editada hace años por Anagrama y hoy descatalogada o a punto
de reeditarse) sobre la historia verídica de la primera transexual conocida de
la historia europea, La chica danesa
es una valiente y exquisita producción dirigida por el realizador británico Tom
Hooper ( autor de la más convencional El
discurso del Rey).
Con una cuidada ambientación de época, Hooper nos
introduce en un tormentoso matrimonio de pintores de clase media alta de
Copenhague que se romperá en parte cuando el joven Einar descubra
definitivamente que se siente mujer y empiece a vestirse como tal provocando
tormentas dentro y fuera de sí mismo, cuando empiece a dejarse ver en público
con su nuevo atuendo y en plena trans-formación. Siempre atenta a los detalles,
elegante y pictórica desde el comienzo, destaca la inusitada versatilidad del
siempre impresionante Eddie Redmayne (Savage
grace), nominado al Oscar al mejor actor de este año, al que acompaña una
esforzada y voluntariosa Alicia Wikander, como su valiente esposa, y un punto
de reivindicación mezclado la sensibilidad y la atención a los pequeños giros,
que sin excluir el humor y la ironía, hacen de este drama de costumbres y
equívocos una pieza de cámara de primer orden.
Estamos, pues, ante la mejor película hasta la fecha del
director que, sin grandes discursos, nos trasmite la angustia, la tensión y
también los momentos de placer, sensualidad y descubrimiento de unos personajes
en un telón de fondo elegante y un mundo refinado pero no exento de trampas
para los que luchan por vivir abiertamente la diferencia en una sociedad de
moldes rígidos o invisibles. Un microcosmos donde la bohemia no implica una
verdadera apertura en las mentalidades de gentes que pueblan los salones de
pintura y las galerías de arte. Ni tampoco en las instituciones médicas de la
época todavía reticentes al cambio, condenando a la gente trans al manicomio o
a las primeras operaciones poco o nada seguras.
A pesar de sus dos horas de duración, disfrutamos de un
film visualmente las galerías de arte. Ni tampoco en las instituciones médicas
de la época brillante, psicológicamente complejo, históricamente decisivo,
atmosféricamente subyugante y narrativamente sólido.
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