lunes, 22 de agosto de 2016

FOTOGRAFÍA Y MITO

Life


Por Juan Argelina y Eduardo Nabal

 

 

 
Life, la última película estrenada del fotógrafo de éxito, realizador de videoclips  y cineasta Anton Corbijn, es algo más y algo menos que un biopic sobre la vida de James Dean. Es uno de los mejores trabajos recientes sobre las imágenes salidos del cine independiente estadounidense, ya que reflexiona sobre el poder de seducción de las imágenes quietas y en movimiento, sobre el abismo entre las formas de expresión visuales, la vida y lo que se refleja de ella en la retina. La seducción y sus formas, los límites de la verdad en la cámara, donde tres son multitud. La mitomanía frente a la vida real. Nos acerca a un Dean desconocido aunque el verdadero protagonista es el fotógrafo Dennis Stock (Pattinson, demasiado frío), buscando desesperadamente la atención de una estrella escurridiza de sí misma y los grandes estudios (un prodigioso trabajo del siempre magnifico James DeHaan, que sin parecerse a Dean se transforma en él como ya hizo con Lucien Carr en “Kill Your Darlings”).
            Frente al escurridizo Dean, Corbijn contrapone a un grotesco Jack Warner (Ben Kinsgley) como representante del materialismo sucio y dictatorial de los grandes productores de la década. Life es, entre otras muchas cosas, la historia de una fotografía: ‘James Dean en Madison Avenue’, pero también la historia de un fotógrafo modesto y con serios apuros económicos que acabó fotografiando a músicos de jazz y como el propio Corbijn, biógrafo, entre otros muchos, de Ian Curtis, de ‘Pansy Division’, en Control, a estrellas del underground de los sesenta y setenta.
            Aunque hoy Corbijn sea ya un fotógrafo de moda abierto al mainstream del retrato, al realizador le basta un pequeño pedazo en la vida y la carrera, todavía incipiente, del protagonista de Rebelde sin causa para reflexionar sobre el arte de las apariencias, lo escondido tras las alfombras y en el interior de los cafés de los años cincuenta,  la conexión y el abismo que une y separa a la fotografía y el cine, lo poético  y lo mundano, lo artístico y lo empresarial, lo rural y lo urbano,  la vida y la leyenda, el viaje y el retorno.
            Con dificultades para mantener a su familia, Blake consiguió capturar el espíritu errabundo, atormentado y vitalista de un chico del campo que se crió con sus tíos pero triunfó en Hollywood, saltándose muchos de los semáforos de la industria. La esmerada y delicada película de Corbijn es visualmente fascinante, tal vez incompleta y fugaz, pero no pretende más que capturar lo que puede capturar una cámara de fotos en la vida de una estrella, un pedazo de verdad en una fábrica de mentiras. Un instante de sinceridad y belleza en la cola de los vendedores. Aunque se omiten con prudencia excesiva las referencias a la bisexualidad conocida del actor, Dan DeHaan estudia con atención la pluma de su personaje y la forma en que observa y es observado por hombres y mujeres, con una mezcla de timidez y coqueteo.
“Tengo un miedo horrible a envejecer; para mí, los cuarenta son el comienzo de la vejez… El amor ha quedado atrás; el amor murió en un Porsche”, escribió la actriz Pier Angeli poco antes de quitarse la vida en 1971. Debía rodar junto a James Dean la película Marcado por el Odio (Robert Wise,1956), pero su fatal accidente obligó a sustituirle por Paul Newman. Nunca logró olvidarle. Su leyenda y su mito se hicieron más fuertes que el personaje real, ya que se convirtió en el catalizador de toda la insatisfacción de las generaciones nacidas tras la Segunda Guerra Mundial, en una sociedad encorsetada por la represión sexual, el racismo y el conservadurismo político.
            Dean representaba el vínculo con la ruptura con una mentalidad inmovilista, que traspasaría los límites de Estados Unidos para eclosionar en los sesenta en el Mayo francés, y que avivó la lucha por los derechos civiles tanto para la comunidad negra como para la LGTB. En ningún otro momento de la historia norteamericana, los adolescentes estuvieron más preparados para enfrentarse a la generación de sus mayores como en los 50. La guerra de Corea y la amenaza de un holocausto nuclear habían demostrado que no se podía sostener que el final de la Segunda Guerra Mundial sirviera para proporcionar una paz permanente. Sus padres habían fracasado en dar respuestas ante las nuevas preocupaciones y dilemas de sus hijos, y las tres únicas películas filmadas por James Dean reforzaban ese argumento, sobre todo Rebelde sin Causa. En un ambiente marcado por una actitud diferente ante el sexo, debido al gran aumento demográfico, que permitió por primera vez dejar de considerarlo como un método exclusivamente centrado en la procreación, para entenderlo como un fin en sí mismo, el inconformismo fue creciendo. Los jóvenes de los 50 fueron los primeros en follar en el asiento trasero de un coche, sin más motivos que el del propio placer por hacerlo. Y esto es lo que se deduce de Rebelde sin Causa.
            La audacia de Nicholas Ray, al igual que la de los guionistas que se atrevieron a enfrentarse con los responsables de la ‘caza de brujas’, fue la de encajar perfectamente toda esa realidad en germen, con el aparato capitalista de producción, distribución y consumo de la industria cinematográfica. Eso fue lo que originó el mito ‘Dean’. El propio James Dean evitó servir en Corea, diciendo a la Junta de Reclutamiento que era homosexual. Cuando Hedda Hopper le preguntó cómo había logrado salvarse del ejército, él respondió: “Le di un beso al médico”.
Todo eso es lo que vio el fotógrafo Dennis Stock en el aún desconocido James Dean. La fotografía es el arte de mirar. El fotógrafo no sólo es un ‘voyeur’, sino que quiere ‘desnudar’ el interior de las personas que capta con la cámara. Su interés raya lo obsesivo y lucha por transmitir a sus jefes, siempre preocupados por el negocio, la ‘verdad’ que se oculta en esas imágenes. James Dean llamaba la atención por su negación a ser ‘como los demás’. Su mezcla de ingenuidad y resistencia a las normas seducen al fotógrafo, que le sigue por los garitos de negros del Greenwich Village, en su vida cotidiana, cortándose el pelo en una peluquería, en una clase de interpretación teatral, caminando por las calles de Nueva York (en una foto que se volvió icónica), hasta su pueblo natal en Fairmount, Indiana, donde rastrea el origen de esa personalidad inquieta, de sus primeras lecturas, del ambiente agrario, solitario, religioso, donde creció. Y Anton Corbijn se convierte en Dennis Stock, mirando a través de su cámara. La película habla tanto del fotógrafo como del fotografiado. Es emocionante observar los instantes en los que se produce la captura fotográfica: Dean borracho en brazos de una amiga, leyendo con sus gafas de miope (el uso de las gafas es un factor de autocomplacencia y distinción con respecto a su entorno y muestra una diferencia importante con respecto a la imagen ‘sexy’ que en el pasado comportaba la lectura), fumando con su abrigo largo bajo la lluvia, sentado junto a su primo Marky en la casa familiar, … No obstante, la magia surge en el cuarto oscuro del revelado. ¿Es la foto el reflejo de la realidad? ¿Debemos creer siempre en la visión subjetiva de una mirada intrusa? Dennis Stock duda y entra en una crisis que le incita a desistir de su trabajo. El fotógrafo es como el antropólogo. Siente la necesidad de entrar en la vida de aquello que le interesa, pero sin implicarse, sin comprometerse. Termina su trabajo y elude el contacto con su antiguo objeto de estudio. La vida sigue. Las fotos se publican. La muerte de Dean las convierten en un símbolo universal. Quién sabe si ambos hubieran seguido en contacto más adelante si no se hubiese producido.
            Dennis Stock continuó fotografiando el ambiente saturado de humo de los antros del jazz. Se nos ocurre la comparación con  Chet Baker, alma errante, inquieta, inconformista, seductor y centro de atención de las miradas de todos aquellos que también vieron en Dean un reflejo de su rebeldía. Pero Baker murió viejo y sin dientes. Su lenta decadencia le privó del mito y del aura del martirio de un joven destrozado entre los hierros de un Porsche. Era un recordatorio demasiado amargo de nuestra común resignación.




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