lunes, 15 de agosto de 2016

RELATO CORTO

Cuento de una vieja del sur*

 

Por José García

 

 


PARTE PRIMERA



-       Me marcho abuela.

Una vieja olvidada por el tiempo pensaba inevitablemente en su hijo muerto, su Antonio, que fue la alegría de su casa.

-       ¿Qué te vas? ¿A dónde te vas?

La casa de la vieja olvidada por el tiempo permanecía inmutable a través de los retratos de los familiares fallecidos, de sus flores y de sus estampitas de santos. Un balcón, pequeño, en una ciudad, de la que dicen que hizo un pacto con el Mar para que la salvara del paso inexorable de las horas, y un día, sin notarlo apenas, se perdió para siempre en el Sueño del Sur.

-       Al Norte

-       ¿Te vas pa’l Norte? ¡Ay, Miguelito, hijo, qué de disgustos nos están dando! –suspiró la vieja agachando la mirada. Y otra vez se revolvió en el tiempo que la había olvidado y vio las caras de sus siete hijos, de sus treinta y dos nietos y de sus quince biznietos; y se permitió por un instante el lujo de sentir miedo, y de no tener que recaer en la presencia de su nieto Miguel- Sal al balcón –dijo, por fin- y dime qué ves.

-       Veo las calles estrechas, y la lonja del pescado, y el estampado de la falda de la niña de Teresa, y a ella comprando un numerito de la clandestina. Otro crucifijo, lleva otro crucifijo para su casa. Por Dios, esa mujer es una obsesa, ¿dónde colgará tanto crucifijo?

-       Déjala, que haga en su casa lo que le dé la gana. Peores vicios le he conocido yo a otra gente.

El silencio volvió a imponerse entre la abuela y el nieto, y hacía daño, hasta que el pitido de la olla donde se cocía el puchero para el almuerzo, los salvó de la resonancia cruel de aquellas palabras.

-       Lo siento abuela, sé lo que quieres que vea a través de tu balcón, pero yo no veo más que un terrible suicidio de leyendas y de vírgenes, y un pueblo que se obstina en el perdón de una culpa que no le pertenece.

-       Yo no entiendo de ese palabrerío y esas cosas tan raras que me hablas.

-       ¿De qué entiendes tú, abuela?

-       ¡Qué de qué entiendo yo! Te diré de qué entiendo yo –contestó la vieja sofocadamente empinando el cuerpo sobre los brazos de su mecedora-. Yo entiendo de los hijos, de la fatiga que cuesta criarlos, del hambre que pasamos en la guerra, del fascista cabrón que me mató a mi hermano José Luis…, y de mi niño Antoñito, que me lo quitó Dios con cuarenta y tres años, y vi cómo una ‘cosita mala’  me lo dejaba sin aliento.

-       Es curioso, vieja, esta brisa siempre consigue que termines hablando de la muerte.

-       Y del Sueño…- dijo ella, adquiriendo su voz cierto tono de misterio.

-       No sigas, abuela –contestó el joven con hastío-. El Sueño del Sur, otra vez el Sueño del Sur. Por eso me has dicho que me asomara al balcón, ¿verdad?, para que no pueda olvidar nunca ese maldito Sueño.

-       Lo único maldito que hay aquí eres tú –devolvió la vieja con violencia- tú, tú, niño maldito de amores malditos.

Miguel permaneció impasible ante el desquite de su abuela. Otra vez quedaron sin sonido las palabras; cesó la brisa que hacía hablar a la vieja de la muerte; y el calor del mediodía de julio cayó en la estancia con la pesadez de una loza de alabastro.


PARTE SEGUNDA


El café ya estaba listo. En medio del ambiente soporífero de la sobremesa, la gran matriarca se movió con dificultad hacia la cafetera, para volver con dos tazones de café bien cargado, como a ella le gustaba, y sentarse en la mecedora situada junto a un balcón lleno de hiedras y azaleas.

Miguel cogió su taza y observó a su abuela con una mezcla de admiración y ternura. Sentada en su mecedora, con tan buenas carnes y tan lúcida a pesar de sus años, aquella anciana tenía la estampa de una reina oriental, de aquellas que se hubiesen llenado los ojos de lodo antes que entregar su trono a ningún reyezuelo pretencioso.

-       Esta es tu hermana Zoraida, ¿no, abuela? –inquirió Miguel, señalando un retrato que estaba encima de la cómoda.

-       La misma que viste y calza –contestó la vieja con jocosidad.

-       ¿Por qué la tía Piedad no quiere hablarme nunca de ella? ¿hizo algo “abominable? –preguntó Miguel con evidente sarcasmo.

-       Bueno, Zoraida, en fin, las cosas de la vida. Se enamoró de uno que era ‘de ideas’, y que decía que no podía casarse porque iba en contra de sus políticas y sus cachondeos. Y ella, que era muy tonta la pobre, se fue a vivir con él. Fíjate, en aquellos tiempos. La llenó de hijos y al final la abandonó. Tu tía después se casó con el hijo puta de tu tío Luciano, que había sido un chivato de los falangistas durante la guerra, ¡y que además era impotente! –concluyó la anciana soltando una carcajada.

-       Toda la familia dejó de hablarte, ¿no?

-       Yo no. Para mí, mi hermana siempre fue mi hermana.

-       Sin embargo, a tu hija Paquita…

-       ¡Eso es distinto! –contestó la vieja muy enfadada -¡Tu tía Paquita estaba seca, seca como el esparto!

-       ¡Y eso…?

-       En esta familia todas las mujeres hemos sido muy fértiles. ¡Todas las mujeres deben ser fértiles o no son mujeres!

-       Entiendo –le devolvió Miguel en actitud de enfrentamiento-. Ella no continuó tu estirpe y eso no pudiste perdonárselo. Como a mí, ¿no, abuela?, yo no extenderé tu sangre y me odias por eso.

-       -¡Tonterías, tengo muchos nietos! – y volvió la cabeza hacia el balcón. De nuevo el silencio se apoderó de todo el espacio. Pero esta vez resultaba insoportable. Se enmarañaba en las entrañas de la vieja y de su nieto. La anciana suspiró pesadamente y decidió enfrentarse al terror de aquellos segundos. Después continuó con lentitud sin poder disimular la tristeza que la invadía -. Te conozco, Miguelito. Sé por qué quieres irte pa’l Norte. Tú quieres besar la luna. ¿Por qué?, ¿quiénes sois los niños de la luna?, ¿por qué esa maldita luna protege vuestras caricias y vuestros deseos? ¿No podrías casarte, fundar una familia como Dios manda?

-       Lo siento, abuela –contestó Miguel con la mayor entereza que había poseído en toda su vida –pero yo no creo en tu familia, yo no creo en tu Dios, yo no creo en tu patria. Los niños de la luna nunca seremos súbditos de esas metáforas. Ellas nos anulan. Nosotros las anulamos a ellas.

-       Estás loco, Miguel –apuntó la vieja con un tanto de desprecio y otro tanto de resignación.

-       Quizá, pero nuestro amor ya está en la calle, haciendo suyo el sol del mediodía. Sí, abuela, sí, algunos de los niños de la luna ya se atreven a besarse sin la complicidad de la noche; y un día, estoy seguro, nuestro amor tendrá el lugar que esta civilización le ha negado.

-       ¡No os dejarán! –gritó la abuela, saltando encolerizada de su mecedora -. ¡Esa familia, ese Dios, esa patria, tienen ejércitos! ¡Os aplastarán!

-       No insistas, vieja –concluyó Miguel hastiado de aquella conversación-. Renuncio a continuar tu estirpe, a dar hijos a tu nación. Me considero desarraigado de tus creencias. Nada de cuanto tú posees me pertenece.

La anciana comprendió la convicción con que su nieto pronunciaba esas palabras; y cambió su tono colérico por una inconmensurable ternura.

-       Pero no puedes renunciar al Sueño.

La rabia se había transformado en lástima. Una lástima que si Miguel hubiera percibido le hubiera hecho vomitar.

-       Ese Sueño sí te pertenece. Ese Sueño constituye la verdadera raíz de tu pueblo, y la tuya propia –entregó, por fin, la vieja.

Miguel recogió con gratitud la ofrenda de su abuela. Una sonrisa de agradecimiento comenzó a dibujarse en su rostro. La vieja devolvió el gesto con la candidez de la niña que no era desde hace mucho, muchísimo tiempo. Miguel recogió los tazones de café y los llevó hasta la pila de la cocina.



PARTE TERCERA


Los hijos de Teresa no cantaron aquella tarde en el callejón las coplas de Carnaval con las que solían sacar al vecindario del letargo de la siesta. La vieja ignorada por el tiempo despertó a la misma hora en que solían escucharse las coplillas. Al notar la ausencia de los hijos de su vecina un terror incierto se apoderó de ella, como si presintiera en la falta de aquellas canciones el derrumbamiento de todo aquello por lo que había creído que merecía la pena vivir. Su nieto Miguel, que nunca conseguía conciliar el sueño en la sobremesa, apareció ante sus ojos como una imagen espectral.

-       ¿Qué, pongo el café para la merienda? –preguntó Miguel con desenfado.

La abuela asintió con la cabeza. De nuevo comenzó a escarbar en sus recuerdos, buscando una referencia pretérita con que llenar un presente dominado por la ausencia.

-       Me estoy acordando de cuando tu tío José se disfrazó de negro con la plantación por carnavales –comenzó a narrar la vieja con desparpajo, al tiempo que Miguel traía el café y el pan tostado para merendar-. ¡Qué gracia tenía el ‘hijoputa’! Iba por la Plaza de las Flores con una gallina ‘atá’ a una cuerda, diciendo que se dedicaba a los gallos de pelea. Pollo George, decía que se llamaba. ¡Uy, el ‘gachón’! ¡qué ‘berrenchín’ le hizo pasar al animalito! ¡Y luego me preguntó que si la quería para hacer caldos! ¡Con esa carne tan ‘irritá’ que tenía la gallina después del ‘ajetreo’ del sábado de Cárnaval! ¡Ay qué risa! ¡cuidao con el tío maricón!

-       Sí, que risa –dijo Miguel sin convicción, intentando mediar entre lo desagradable que le resultaba el relato de la gallina y la incomodidad que sintió su abuela al darse cuenta de la falta de tacto con que había pronunciado sus últimas palabras.

La brisa volvió a colarse por el balcón, y la vieja se levantó para coger una rebequilla fina que echarse por los hombros.

-       Bueno, abuela. Me voy ya.

-       Te vas –afirmó la vieja ensimismada.

-       Sí, me voy. Dame un beso. Adiós –dijo Miguel con urgencia, queriendo evadirse de una despedida melodramática. Después cogió sus llaves de encima de la mesa y se dispuso a atravesar la puerta.

-       ¡Miguel! –exclamó la abuela como despertando de un sueño –Ten cuidado con el verde.

-       ¿Qué verde, abuela?

-       En una calle, en una casa, en unos ojos.

El nieto permaneció unos segundos delante de su puerta, intentando descifrar el enigma de aquellas palabras. Después se dirigió de nuevo hacia la puerta, buscando una salida al mundo de leyendas que la vieja representaba.

-¡Miguel! –El nieto se volvió sin contestar- No te olvides del Sueño. También a ti te pertenece.

-¡Claro! – y cruzó la puerta de una vez por todas, llevando consigo el único legado que estaba dispuesto a heredar de su abuela.


EPÍLOGO DEL MAR


Bajando por el Corralón de los Carros, Miguel no pudo evitar sucumbir a la nostalgia. Aquella ciudad estaba más metida en su piel de lo que él mismo hubiera deseado. Se dejó llevar unos instantes por le olor a mojama de los puestos callejeros, el oxidado de las rejas de las ventanas y la luz pobre de los farolillos de la calle. Tuvo la estúpida pretensión de creer que todo aquello le pertenecía, que la ciudad y él eran la misma cosa, pero al bajar hacia la calle de la Palma la visión de una virgen de azulejos transformó toda esa magia en una idea repugnante.

La noche sorprendió a Miguel tumbado en las arenas de la playa de la Caleta, el único lugar donde siempre se había sentido a salvo del hedor del incienso que invadía toda la ciudad por Semana Santa. De pronto, empezó a oír un murmullo que terminó escuchándose como voces perfectamente diferenciadas.

Mar

Yo quiero un niño de escarcha,
un niño oscuro y sin alma
de los que tiene la luna
escondido ente sus alas

Pescadores

Del mar hasta los olivos
llora la sombra del agua

Mar

Quiero un niño de sal blanca,
un niño, que con mirarlo,
mi espuma se sienta piel
y su piel se pinte agua

Pescadores

Del mar hasta los olivos
viste de gritos el alba

Mar

¡Traedme un niño de plata!
De plata vieja sus ingles,
de plata sucia sus nalgas,
jazmines negros sus dedos,
clavos duros su mirada

Miguel

¿Quién canta en el horizonte?

Mar

Soy yo, la mar salada.
Hice un pacto con esta ciudad
y ella nunca me paga

Miguel

¿Qué fue lo que pactasteis?

Mar

Le entregué su Tiempo Eterno
a cambio de un niño de escarcha

Miguel

¿Y no te lo dio?

Mar

No, y la castigué, a ella y a todo el Sur,
sumergiéndolos en un Sueño
del que ninguna generación escapa

Miguel

Pero el Sur hizo del Sueño
el metal de su coraza

Mar

Lo sé, por eso cuando anochece
siempre pido un niño frío
para helar mi agua templada

Miguel

Eres cruel, mar salada

Mar

No. Hoy estoy contenta.
Porque has llegado tú, niño de escarcha.
Ven hacia mí, niño frío,
¡ven con tu cuerpo de sucia plata!

Miguel

¡No! ¡Yo no quise el Tiempo Eterno de  mi pueblo!
¡Yo no participé en ese pacto!
Yo en ese pacto no estaba


Cuentan las cumbres de Despeñaperros que un otoño un tren enloquecido abandonó el Sur para siempre, buscando la causa que llevó a aquel pueblo a vender su memoria colectiva a cambio de una virgen pintada en azulejos.


* Este relato fue publicado por primera vez en el número 12 de la revista Entiendes…? en la primavera de 1990. Desde entonces ha sido reescrito y republicado en varias revistas culturales y literarias. En esta ocasión he preferido respetar la versión primigenia -con sus aciertos y sus tropiezos- que compuse en un momento de mi biografía literaria en que me hallaba muy influido por la lírica neopopularista de mi paisano Rafael Alberti y el simbolismo poético.





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