Una recreación a medio gas de uno de los mayores mitos políticos sobre la homosexualidad masculina
Por José García
El
mito de Narciso, si nos remitimos a su versión clásica más difundida, que es la
que recrea Ovidio en La metamorfosis,
acaba con el protagonista convertido en flor cuando se arroja a las
profundidades del lago donde la diosa de la Venganza, Némesis, lo ha condenado
a contemplar de manera eterna su propia imagen, incapaz de sentir amor ni deseo
más que por si mismo. En el siglo XX, la teoría psicoanálitica más ortodoxa
hizo uso de aquel relato mitológico para sustentar la existencia de una
elección narcisista en las relaciones de objeto entre varones homosexuales,
como defenderá el propio Freud en 1910 en su escrito Un
recuerdo infantil de Leonardo Da Vinci.
Precisamente Da Vinci es uno de los
artistas referidos en el monólogo que, con texto de Sergio Blanco e
interpretación del también dramaturgo Gabriel Calderón, ha representado la
compañía uruguaya Complot en la presente edición del Festival Iberoamericano de
Teatro (FIT) de Cádiz. Sin embargo, la consideración de la pieza teatral como
“monólogo” puede ser meramente accidental. La
ira de Narciso, que es como se denomina el texto dramático, no tiene la
forma de un soliloquio, entendido como el discurrir de una conciencia, sino de
un relato, de una narración enunciada por un solo personaje, como muy bien
advierte el protagonista nada más empezar la obra, y apoyada en una serie de
proyecciones audiovisuales.
La narración tiene lugar en una
habitación de hotel de Liubliana, en Eslovenia, donde el dramaturgo alterna sus
preparativos para una conferencia sobre el mito de Narciso con los distintos
encuentros que mantiene con un joven oriundo, Igor, que acaba de conocer a
través de una app de encuentros homosexuales. El pretexto de la conferencia
ofrece al autor la posibilidad de introducir en la narración una serie de
interpolaciones que son lo mejor del texto teatral, pues permite a Blanco
exponer su ‘inventio’ del mito clásico: la mirada de Narciso es la metáfora de
la mirada del poeta, que cuando se mira a si mismo encauza en realidad el
camino de la búsqueda del otro. “Yo soy el otro”, dice citando a Rimbaud.
Sin embargo, aunque el planteamiento
parece prometedor, la trama se estrella cuando el autor decide introducir en
ella elementos de thriller, como el
asesinato cometido en esa misma habitación de hotel, que de manera totalmente
previsible ya nos va a conducir hacia la figura del asesino, Igor, o si no,
cuando trata de distraer al auditorio con cuñas cantadas de temas de
cantautores tan folletinescos como José Luis Perales o Diango, sin duda un
guiño al gran público que puede perderse entre las continuas referencias a autores
como Deleuze, Joyce o el propio Da Vinci, pero que hacen descender al mito al
tono del vodevil y lo despoja de su gravedad y su dimensión política.
Además, el desenlace de la pieza
hace temer que la ‘reinvención’ de Narciso que propone el autor no parezca un
cuestionamiento de la teoría freudiana del mito de Narciso, sino todo lo contrario.
La ortodoxia del psicoanálisis sostendría que el deseo homosexual no está
fundamentado en relaciones en las que el objeto sea externo al sujeto y, por
tanto, en la práctica, no existe una relación real, sino un ensimismamiento
autoerótico permanente. Y esa es la posición que de manera implícita parece
sostener la obra cuando acaba con el amante esloveno asesinando y
descuartizando al autor tras una noche frenética de sexo y droga. En otras
palabras, la relación homosexual hace insostenible el encuentro con “el otro” y
desencadena con esta constatación toda su fuerza destructora.
Para ser justos, la pieza cuenta
también con ciertos logros formales, como el muy conseguido desfile de
identidades, en el que el actor es primero él mismo, luego es Blanco y luego es
Calderón como personaje canalizando a Blanco, como Narciso buscando su rostro
poliédrico en el reflejo del lago. Además, como el doble circuito de
comunicación que caracteriza el género teatral (el que se establece entre los
actores y el público y el que se establece entre los actores entre sí), se
expresa en el segundo término a través del desdoblamiento del actor en
distintos personajes, el término de comunicación con el público se intensifica
con la mímica y la notoria naturalidad de la interpretación del actor. Aunque,
en todo caso, la falta de profundidad psicológica de los personajes no convence
a la hora de poner en escena esta recreación de tamaño mito político, que solo
salva su trascendencia histórica cuando el autor apunta, como en leves pinceladas
borrosas, al narcisismo de las sociedades de consumo europeas que observan
pusilánimes las costas del Mediterráneo plagadas de cadáveres flotantes de
inmigrantes.
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