miércoles, 16 de noviembre de 2016

TENNESSEE WILLIAMS INÉDITO EN CASTELLANO

El masajista negro*

 

 De Tennesse Williams






Desde su nacimiento, este hombre: Anthony Burns, manifestó una inclinación instintiva hacia dejarse influir y envolver por aquellos entornos en los que vivía. Pertenecía a una familia de quince hijos y era de todos los hermanos al que menos atención prestaban. Después de acabar sus clases en secundaria, había empezado a trabajar como empleado en el centro de la ciudad. Allí donde fuera, se sentía como desdibujado –pero no seguro, en absoluto. El lugar donde más cómodo podía encontrarse era en el interior de un cine. Adoraba sentarse en la sala (desvaneciéndose lentamente en la butaca, como si fuera un terrón de azúcar en una gran boca golosa).
            La película suavizaba su espíritu con su lametón tierno y vacilante, lo que llegaba a adormecerlo. Si, un gran lecho maternal no lo hubiera acogido mejor ni lo hubiera proporcionado un descanso tan dulce que aquel que le proporcionaba el cine cuando abandonaba su trabajo y atravesaba la ciudad. La saliva se acumulaba en su boca y, en ocasiones, caía por sus labios. Todo su ser se encontraba en reposo, tan en reposo que las tensiones de todo un día de angustia se apartaban. No seguía la historia que se desarrollaba ante sus ojos en la gran pantalla, pero miraba a los personajes moverse. Para él, lo que hacían o decían era completamente irreal; no se trataba más que de personajes que lo reconfortaban como si lo mantuvieran en sus brazos, como si lo acunaran en la sala oscura, y el amaba a todos ellos- salvo cuando gritaban con una voz estridente. Anthony Burns era un ser extremadamente tímido, siempre buscando una protección nueva, y algunas de ellas no duraban lo suficiente para satisfacerlo.
            Ahora, al cumplir los treinta años, a fuerza de haber estado tan protegido, había conservado el aire y el cuerpo informe de un niño: en presencia de personas de más edad, que pudieran criticarlo, se comportaba como un chiquillo asustadizo. En cada movimiento de su cuerpo, en cada inflexión de su voz, en cada expresión de su fisonomía, había una excusa tímida destinada al mundo, una excusa por el espacio que pudiera llegar a ocupar, por pequeño que fuera. No parecía alguien curioso. Poco se sabía sobre él, y el mismo poco sabía contar. No conocía o era consciente de sus verdaderos deseos. Desear, consiste en querer ocupar un espacio mayor del que a uno se le ofrece- y eso era especialmente claro en el caso de Anthony Burns. Sus deseos -o más bien su deseo fundamental- eran demasiado grandes para él, que lo engulleran por completo o, al menos, lo cubrieran con un abrigo que el pudiera cortar en diez trozos aún más pequeños. O más concretamente: harían falta muchos Burns para llenar un manto así.
            Porque todos los “pecados” del mundo no son en realidad más que cosas incompletas, sin acabar, todo el sufrimiento del mundo viene a ser una suerte de expiación. Como una casa con tres muros porque no quedaban piedras para construir el cuarto muro, la pared que falta; una sala que queda sin muebles porque el propietario no tiene el dinero suficiente, se encuentra siempre alguna forma artificial para paliar esta alguna carencia de esta clase. El que se las arregla para disimular su lado incompleto. Levanten esa pared, ese mueble que falta y saben cómo remediar esa ausencia. El uso de la imaginación, el ejercicio de los sueños o de las ambiciones artísticas, es una de las máscaras que uno se fabrica para disimular esas partes vacías. También existen la violencia y la guerra, que suceden entre dos hombres o dos naciones, apareciendo también como una ciega y más insensata compensación  a todo lo que no se ha llegado a acabar en la naturaleza humana.
            Pues bien, hay otra compensación, esa que se puede encontrar en el principio de la expiación: el sometimiento de uno mismo a la violencia de otro, con la idea, en ocasiones, de lavar todas sus faltas. Este último camino pudiera ser el que escogió Anthony Burns inconscientemente. Ahora, a los treinta años, estaba a punto de descubrir cuál sería el elemento, el instrumento  de esa expiación. Y como, todos los sucesos en la vida, llegaría sin grandes intenciones ni esfuerzos.
            Una tarde, un sábado después de noviembre por la tarde, él volvía de ese enorme edificio en el que trabajaba. Se paró frente a un establecimiento señalizado por un cartel donde se leía en un letrero neón rojo: “Baños turcos y masajes”. Sufría desde hace algún tiempo una suerte de dolor en la parte baja de la columna vertebral y un compañero de trabajo le había mencionado casualmente que unos masajes le vendrían bien. Puede pensar que la sugestión hace mella fácilmente en alguien como Burns. Pero cuando el deseo vive constantemente junto al miedo y sin un muro de separación, el deseo se convierte en algo verdaderamente astuto. Eso ocurría en casa de Burns, el deseo se había convertido en un enemigo bajo su propio techo. Con la sola mención de la palabra “Masaje” el deseo se revelaba y exhalaba una suerte de vapor anestésico que se repartía por todos los nervios de Burns y le permitía escapar del miedo que lo atenazaba realmente, ese sábado por la tarde, al encontrarse frente a la luz  del letrero “Baños turcos y masajes”.
            El establecimiento se encontraba en los bajos de un hotel, cerca del hipermercado de la ciudad. En cierto sentido, estos baños eran un mundillo aparte. Reinaba una atmósfera de clandestinidad que constituía su razón de ser.  La puerta de entrada tenía forma ovalada, era de un cristal esmerilado, a través del cual se percibía un resplandor confuso. Y, desde que el cliente entraba, se encontraba en un laberinto de corredores y de cabinas separadas  por cortinas, de habitaciones cerradas y de puertas opacas; nubes de vapor lechoso brillaban en el interior. Los clientes, desnudos, se envolvían en toallas blancas, como espesas tiendas de campaña, que flotaban a su alrededor. Iban descalzos a lo largo del piso de azulejos húmedos, como fantasmas blancos y silenciosos, fantasmas que respiraban y sudaban pero con una expresión vacía. Parecían a la deriva, como si ninguno supiera dónde dirigirse.
            De vez en cuando, atravesando el corredor central pasaba un masajista. Estos masajistas eran todos negros. Negros auténticos -podía decirse que el polo opuesto de la blancura de las cortinas blancas que colgaban por todas partes en el interior de los baños. No llevaban más que unas toallas al hombro, unos pantaloncillos de deporte de algodón y avanzaban por el lugar con vigor y resolución. Solo ellos parecían tener algún tipo de autoridad. Sus voces sonaban con fuerza. No como aquellas de los clientes que se perdían como pidiendo excusas sin dirección alguna. Los baños eran su dominio legítimo y desde que, con sus grandes manos negras, ellos movían las cortinas blancas, podía pensarse que podían provocar un relámpago y, con su aplomo, enviar un rayo desde las nubes de vapor.
            Anthony permanecía en la entrada de los baños, algo más indeciso que el resto de los clientes. Pero desde el momento en el que atravesó la puerta acristalada, su destinó quedó marcado: ni su voluntad, ni sus gestos eran ya suyos. Pagaba dos dólares y medio, que era el precio de un baño con masaje y, a partir de ese momento, el no hacía mas que seguir las instrucciones y someterse a los cuidados que se le ofrecían.
            En un momento, un masajista negro llegó a su lado, se puso frente suyo, le hizo darse la vuelta y recorrer el pasillo entrando en un compartimento cerrado por cortinas blancas.
-Desnúdate.- Le dijo, el negro.
            El masajista ya había notado cierta actitud poco habitual en este cliente. ¿Tal vez fue por aquello que no salió de la pequeña cabina acortinada sino que permaneció allí, apoyado en una pared mientras Burns se desnudaba? Le hizo falta un rato para desnudarse pero no de forma voluntaria sino porque esa lentitud se desprendía de su estado de ensoñación. Sus manos estaban sudorosas y mojadas, tenía la impresión de que no le pertenecían, pero que eran movidas por otro que se encontraba detrás de él y llegaba a reemplazarlo.
            Estaba desnudo y, cada vez que lo giraba, el masajista veía en los ojos una luz líquida que no había visto antes y que sugería algo en el espíritu cercano a trozos de carbón en una hoguera pero mojados por la lluvia.
-Toma esto, -dijo el masajista, alcanzándole a Burns una toalla blanca.
           El hombrecillo, agradecido, se envolvió en esa par él inmensa toalla y, levantando delicadamente sus pequeños piececillos huesudos, algo femeninos, siguió al masajista a través de otro corredor cubierto de cortinas blancas y penetró en una amplia cabina de cristal opaco: la habitación del vapor. Su guía lo dejó allí. Los tabiques de cortinas blancas suspiraban en torno al vapor que se filtraba. El vapor se arremolinaba en torno al cuerpo desnudo de Burns, envolviéndolo en su calor húmedo, como si se encontrara en el interior de una enorme boca, titubeante bajo el efecto de una droga, y casi disuelto en ese mismo vapor lechoso y ardiente que silababa por los muros invisibles.
                 En un momento, volvió el masajista. Murmuró una orden y recondujo a Burns que temblaba en la cabina en la que se encontraba sin ropa: una tabla desnuda y blanca había aparecido durante su ausencia.
-Acuéstate ahí,-exclamó el negro.
               Burns obedeció. El masajista lo volteó y lo untó de alcohol en el pecho, después en el vientre y los muslos. El alcohol recorría todo el cuerpo desnudo como la picadura de un insecto. Burns, sofocado, cruzaba las piernas para ocultar la parte salvaje de su sexo. Pero, sin el menor aviso, el masajista negro levantó la palma de su mano y le aplicó una terrible palmada en medio del vientre. El hombrecillo tembló y, durante dos o tres minutos, no pudo recuperar el aliento. Pero, después de pasado el primer golpe, un sentimiento de placer recorrió su cuerpo. Pasaba como un líquido de un extremo al otro de su cuerpo y en la cruz de su vientre, se formaba un hormigueo. No se atrevía a mirar pero él sabía que el negro debía verlo. Y el gigante negro sonreía.
-Espero no haber golpeado muy fuerte-dijo
-No, respondió Burns
-Date la vuelta, dijo el negro.
             Burns intentó en vano volverse, pero la fatiga voluptuosa lo hizo incapaz. El negro rió, lo agarró por el talle y le dio la vuelta tan fácilmente como a un cojín. Entonces comenzó a trabajarle la espalda y las nalgas con golpes que ganaban cada vez en intensidad y crecían en violencia, el dolor aumentaba, el hombrecillo se sentía arder: el encontraba por primera vez una satisfacción auténtica, verdadera, en tanto que, un golpe, unos nudillos se hincaban en su vientre, liberando oleadas cálidas de placer.
             Así, llegó el punto en que Burns descubrió el placer sin esperarlo- y una vez descubierto, son necesidad de someterse, de preguntar por aquello que se le ofrecía: era lo que realmente anidaba en el interior de Anthony Burns. Era él mismo.
             De vez en cuando, el pequeño empleado blanco hacía visitas para ver al masajista negro. Comprendieron enseguida uno y otro el deseo profundo de Burns: Burns tenía un hondo deseo de castigo y el masajista era el instrumento natural de esta expiación. Odiaba los cuerpos blancos que se exhibían con orgullo -no le gustaban de los cuerpos más que esas pieles pálidas que se extendían pasivamente delante suyo, y golpearlas con el puño o con la palma de la mano abierta. Ya no era capaz de retener su deseo de golpear, no era capaz de controlar su voluntad secreta, esa que lo conducía a golpear más fuerte cada vez y aprovechar plenamente el poder que se le otorgaba. Con este pequeño empleado blanco, había encontrado el objeto ideal de todos sus deseos.
             Mientras el gigante negro descansaba, apoyado en el fondo del establecimiento, fumando un cigarrillo o mordisqueando una chocolatina, la imagen de Burns surgía en su mente: veía su cuerpo pálido con las marcas moradas o rojizas de los golpes recibidos. Entonces la barra de chocolate se le derretía en los labios y se le formaba una sonrisa soñadora. El gigante amaba a Burns, y Burns estaba loco por el gigante. En su trabajo, empezaba a mostrarse algo distraído. Mientras mecanografiaba y hacía los recados, se revolvía en su asiento y se imaginaba a su gigante surgiendo frente a él por los aires. Sonreía y dejaba caer sus dedos hinchados por el trabajo, abandonándolos sobre la mesa. En ocasiones, el patrón se paraba delante suyo y le llamaba por su nombre de un modo desagradable: “Burns, Burns ¡Deja de soñar! ¿En qué piensas?
            Durante el invierno las sesiones de masaje se mantuvieron con un grado de violencia más o menos razonable. Pero cuando llegó marzo llegó también la desmesura. Un día, Burns dejó el lugar con dos costillas rotas.
            El salía de allí cada mañana con dificultad y se incorporaba a su trabajo mutilado. Pero podía aún explicar su estado con la excusa del reumatismo. Su patrón le preguntó un día si hacía algo por mejorar. El le contó que acudía a una sala de masajes.
--Pues no parece sentaros demasiado bien, dijo el jefe.
-Oh si-dijo Burns. Me siento mucho mejor.
           Entonces, llegó su última visita a la sala de masajes.
            Tenía la pierna derecha desencajada. El golpe que le rompió el hueso había sido tan terrible que Burns había sido incapaz de contener un grito. El gerente del establecimiento lo oyó y entró en la cabina: Burns vomitaba sobre un lado de la camilla.
-¡En nombre de Dios! ¿Qué está pasando aquí?
            El negro se encogió de hombros.
-Me pidió que le diera más fuerte.
El gerente examinó a Burns y vió todos los moratones sobre su cuerpo.
-¿Dónde crees que estas? ¿En la jungla? –Le preguntó airado al masajista.
             De nuevo, el negro, se encogió de hombros.
-Sal de mi casa ahora mismo, fuera de aquí-gritó el gerente. Llévate a ese pequeño monstruo pervertido. Y no volváis  a poner aquí los pies. Ni el uno ni el otro.
             El gigante negro, con ternura, cogió en sus brazos a su compañero inerte. Lo dejó en un cuarto en la ciudad. Allí vivieron una semana apasionada.
              Todo esto sucedía a finales de la Cuaresma. Justo frente a la habitación donde vivían Burns y el masajista negro, había una Iglesia, y, por sus ventanas semiabiertas se oían las violentas exhortaciones de un predicador. Cada tarde, se repetía una y otra vez el cántico furioso de la crucifixión. Ni el predicador ni sus fieles eran verdaderamente conscientes de lo que querían. Todos gemían y lloraban, confundidos en la misma expiación colectiva.
             De vez en cuando, el oficio llegaba a convertirse en una auténtica manifestación. Una mujer se disfrazaba para mostrar una llaga en el pecho. Otro se cortaba una arteria en el puño.
Sufrid!, ¡sufrid!, ¡sufrid!, gritaba el predicador, sin descanso. ¡Nuestro señor a sido crucificado para expiar los pecados del mundo! Ellos lo arrastraron hasta las afueras de la ciudad, al calvario, a la montaña de la muerte. Ellos mojaron sus labios con vinagre en una esponja. ¡Y ellos le dieron quince latigazos en la espalda! ¡La Flor de este Mundo! ¡El sangró sobre la cruz!
           Los miembros de la Congregación no podían permanecer en el interior de la Iglesia. Se lanzaron a la calle en una procesión enloquecida, rasgando sus vestiduras.
-¡Todos los pecados del mundo serán perdonados!-gritaban al unísono
             Durante el tiempo que duró la celebración, el masajista negro y Burns continuaron sus designios prefijados. En la habitación de la muerte, las ventanas permanecían abiertas, las cortinas flotaban como pequeñas lenguas blancas sedientas. La calle desprendía un insoportable olor dulzón. Detrás de la Iglesia, se incendió una casa. Los muros se carbonizaron y las cenizas se esparcieron por la atmósfera dorada. Frente al ardor de las llamas, los coches rojos de los bomberos, las escaleras y las potentes mangueras no fueron suficiente.
              El masajista negro permanecía inclinado sobre su victoria, que ahora saboreaba.
             Burns murmuraba algo. El gigante le hizo una señal con la cabeza.
-Tú sabes que tienes que hacer?- dijo la víctima, y el gigante negro asintió.
            Cogió el cuerpo que tenía apenas junturas y lo puso con delicadeza sobre una tabla limpia. El gigante comenzó a devorar el cuerpo de Burns. Rebañaba los huesos y le hicieron falta veinticuatro horas rebañar todas las costillas. Cuando hubo acabado, el cielo tenía un color azul sereno. El brillo del oficio religioso había acabado, las cenizas del incendio estaban repartidas, los coches de bomberos repartían el olor a miel habiendo liberado la atmósfera.
            La calma había vuelto, reinaba un aire de victoria.
            El masajista puso en un saco los huesos más duros que quedaban después del sacrificio de Burns y, con este fardo, se puso en la terminal de una línea de autobús.
           Después el caminó por un barrio desierto y vació su cargamento en las aguas  inmóviles del lago. Volvió a su casa y se dijo:
-Sí, todo está perfecto, todo ha acabado.
           Una vez en su hogar, en el saco donde había llevado los huesos, hacinó todas las cosas de Burns: un traje azul, algunos botones esmerilados y una vieja foto de Anthony a los siete años. 

 *Desire and the Black Masseur, relato estremecedor, crudo y poético, constituye una controvertida joya de la narrativa breve pre-Stonewall, inédita en castellano, con el sello absolutamente inconfundible de su autor. Este cuento, morboso y polémico, dio origen a principios de los ochenta a un filme en blanco y negro de la directora francesa Claire Denversl. Un filme hoy de difícil visionado.

Traducción libre de Eduardo Nabal sobre la versión francesa que Maurice Pons incluyó en la obra One Arm, Nouvelles, T.W., Editorial Domaine Etranger.

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