martes, 21 de marzo de 2017

OZON Y LA GUERRA

Frantz

 

Por Juan Argelina



Cuando se cumplen cien años de la ‘Gran Guerra’, tal y como la llamaban sus contemporáneos, cuando aún no se atisbaba la posibilidad de que hubiera otra mayor, como desgraciadamente ocurrió, parece que casi nadie comprende la necesidad de echar un vistazo a ese pasado para comprender el origen de nuestras convulsiones presentes. Fue doloroso ver cómo fue precisamente Sarajevo, la ciudad en la que se inició ese conflicto, la que nos recordó en 1994 que las llamas de aquella contienda aún no se habían apagado. En un mundo en el que la destrucción del pasado es uno de los fenómenos más característicos, en el que los vínculos con la experiencia de generaciones anteriores ha quedado roto, y en el que tratar de sucesos ocurridos hace no más de veinte años parece que es ya hablar de prehistoria, realizar una película sobre la Primera Guerra Mundial podría resultar bastante  extraño.

¿Qué podría aportarnos hoy entonces la adaptación de un texto de 1930, L'Homme que j'ai tué, del autor francés
Maurice Rostand, que ya había sido llevado al cine por Lubitsch dos años después? En aquella adaptación, a la que se añadió el título de Broken Lullaby ("mariposa rota"), y aquí conocida como Remordimiento, Lubitsch, ya instalado en Estados Unidos tras una prolongada carrera cinematográfica en Alemania, vio en la obra de Rostand la oportunidad para reparar las heridas causadas por los odios nacidos de esa guerra devastadora, sobre todo tras ver la deriva fascista que se cernía sobre su país natal como consecuencia directa de esos odios. En ella, un apesadumbrado Paul Rénard, veterano de guerra francés, obsesionado por la muerte del soldado alemán Walter Holderlin, inicia su especial penitencia yendo a solicitar el perdón de su familia, aún a sabiendas de que sólo encontrará enemistad y rechazo. Allí, incapaz de decir la verdad, halla el calor de unos padres heridos y una novia desconsolada, única en saber el objetivo real de su viaje, y que le convence para quedarse como el hijo perdido que ha regresado de las tinieblas. Esta trama, que me recuerda un poco a la de El Regreso de Martín Guerre (1982), de Daniel Vigne (aunque en este caso el impostor debe hacer valer su razón moral frente a la legalidad del marido que retorna de la guerra), deja que la mentira asuma la "solución" del compromiso pacifista que centra la obra, mientras que en la nueva versión de François Ozon esa misma mentira se impone al arrepentimiento del francés (Adrien, interpretado por Pierre Niney), que decide regresar a su país, dejando la carga de la responsabilidad de su terrible verdad a Anna, antigua prometida del soldado alemán, que, tras haber cobrado una nueva vitalidad por esta llegada inesperada, seducida por la "reencarnación" de su novio muerto en este joven francés en el que de pronto ha puesto renovadas esperanzas, se ve superada por la situación e intenta suicidarse sumergiéndose en el agua.

Si en Lubitsch el soldado francés se convierte en aquel a quien mató y es capaz de asumir su vida, siendo aceptado por su antigua prometida, conociendo la verdad, aquí ella, rodeada de un ambiente revanchista y agresivo, incapaz de destrozar la vida de esa familia convencida de que la muerte de su hijo ha sido redimida por el amor de quien creen que fue su amigo y ahora posible futuro hijo político, parte hacia París en su busca, recorriendo un paisaje repleto de ruinas. En este momento la película da un vuelco, y, alejándose de la obra original, se centra en el "otro lado", igualmente beligerante, igualmente nacionalista, terriblemente ciego a las consecuencias de la guerra. Y Anna se pierde en los laberintos de la mentira de un París creado por la mente de un hombre cuya realidad se confunde con su imaginación. Al final hallará una verdad incómoda y terrible, no ya tanto en ese hombre, sino en su entorno. Tomará conciencia del dolor que también sufre su familia, y también encontrará su hostilidad, al enfrentarse a la imposibilidad de integrarse en su cerrado ambiente. Tanto su madre como su novia, Fanny, la consideran un peligro. Ni siquiera sus distintos y opuestos orígenes sociales permiten el más mínimo acercamiento. Es más, Anna ve en Fanny su propio espejo, y, lejos de querer volver a crear otro desastre, inicia otra partida, esta vez hacia sí misma. El beso de despedida de Adrien y Anna es la metáfora de un fracaso. El laberinto se deshace y al final descubrimos a la mujer devuelta a la vida, frente a un cuadro contradictorio colgado en ese Louvre también imaginario, El Suicida, de Manet. El sentido de la pintura no es ya la muerte, sino el renacimiento. Todo ha sido un viaje iniciático hacia la libertad, hacia la ruptura con la mentira que la ha maniatado hasta ese instante. Frantz no solo es una obra antibelicista o pacifista. Es un referente liberador y feminista, que denuncia la mentira de las ataduras políticas, morales y sociales causantes de nuestra represión. Una historia que aún no ha acabado.

 

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